22 de septiembre de 2014

De cuando el mundo te abandona

          (o tú abandonas al mundo)

Aquellas cuatro putas paredes.


Siempre.
Era lo único que limitaba su vida, las viejas paredes llenas de fotos y pósteres que en realidad odiaba.
La música alta, tanto que hasta dolía escucharla.
Toda su vida se reducía a un continuo encierro entre las paredes que eran a la vez su cárcel y su salvación.
Y nunca cambiaba.
No había ningún otro lugar en el que pudiera estar.
Y ni siquiera podía estar allí.
En su cuarto, el último lugar donde sus pensamientos guardaban sentido y su locura se contenía justo antes de explotar, el último lugar donde quedaba algo que aún no se hubiese echado a perder.
Había desperdiciado su vida tantas veces que le extrañaba que aún le quedara alguna oportunidad, había estropeado todos sus sueños, había tirado todas sus ilusiones.
Y ahora, ¿qué le quedaba aparte de las sombras que le atormentaban?
Nada.
Estaba inmerso en su propio fracaso y no sabía escapar de él, sino que desaparecía cada vez más, dejando de ser poco a poco, abandonándose a una tristeza continua casi asfixiante.
Había aprendido a ignorar el dolor, a convivir con sus penas y a no buscarles solución.
Había aprendido a decir que sí cuando era que no y a sonreír para evitar humedecerse los ojos.
Había aprendido a echar el pestillo en su cuarto y a soportar la soledad hasta que ésta se había convertido en la única que no le abandonaba nunca, en su más fiel compañera.
Y poco a poco esas cuatro paredes de su habitación se fueron cerrando más y más, hasta que desaparecieron y sólo quedó su coraza, de forma que cada vez su pequeño lugar en el mundo menguaba más, hasta que ni siquiera quedaba espacio para que respirase.
Pero tampoco le importaba.

9 de agosto de 2014

Recuerdos incendiados.

   Las fotografías caen en una lluvia de recuerdos inconexos, cortan, y queman antes de llegar al suelo con una pirueta y pasar a transformarse en cenizas, sangre de la memoria que se escurre entre sus manos temblorosas. Cae una lágrima por cada una de las imágenes borradas, y se le escapa un suspiro por cada una de ellas que no llegó a existir jamás.
Las llamas rojizas parecen hacer efecto en su interior a un mismo tiempo, viendo cómo arden las fotografías y las notas, algo dentro de él se incendia y se rompe en mil pedazos, algo que se había quedado incrustado en su memoria y que le ataba al pasado. Pero el fuego comienza a permitir que esas cadenas se rompan.
Él recuerda los tiempos en los que sabía sonreír y echaba azúcar al café, ahora queda una alfombra exótica manchada de ceniza en la que pronto prende una chispa que se extiende lentamente como una plaga ardiente, hasta que todo lo rodean las llamas, y entonces sale de la habitación cerrando con llave y dejando el fuego consumiendo lo que queda de un ayer ya borroso pero imposible de olvidar.


19 de julio de 2014

Al principio todo es confusión, el mundo a tu alrededor cae, se deshace y se funde, como perdiendo toda su forma, como si nunca la hubiera tenido; entonces también desaparecen los colores en una espiral absorbente que lo destroza todo hasta que sólo quedan cenizas.
Y no sabes dónde estás.
Ni de dónde vienes.
Y, por supuesto, mucho menos a dónde vas.
El ruido del mundo se confunde en un extraño silencio que te atrapa. 
Intentas pensar en cómo has acabado así, ¿qué pasó? Si es que pasó algo que lo cambiara todo o en verdad siempre estuvo igual, el problema es que tú no fuiste capaz de ver que todo estaba condenado y tú con ello.
Tampoco serás capaz de encontrar una solución, así que realmente te da igual todo.
Entre escombros el mundo se ve algo más cruel, como una lente que te permite ver cómo es en realidad, pero no sirve de nada si no abres los ojos antes.
Te dejas caer y te unes al caos, es como ese viejo dicho "si no puedes vencerles, únete a ellos", la diferencia puede que sea que esta vez te unes a tu propia destrucción.

10 de enero de 2014

La estación

El tren avanzaba con una rapidez asfixiante. Las ruedas, las cadenas, la locomotora, toda la maquinaria, rugía con un estruendo imperioso, profundo y metálico, teñido con el característico sonido de la velocidad. 
Observó por una vez en todo el viaje el otro lado de la ventanilla, el de dentro. 
No había reparado en la diversidad de viajeros que hacían el mismo recorrido que él. Unos asientos más adelante, una señora mayor con el pelo canoso y un jersey de lana hecho a saber cuántos años antes, se aferraba con debilitadas fuerzas a una única y pequeña maleta de tela oscura; cerca de la anciana había una pareja con un bebé en sus brazos que dormía (en ese momento recordó haber escuchado en alguna parte del viaje el molesto llanto de la criatura); dos asientos por delante del suyo había una chica joven que viajaba sin ninguna compañía y que mantenía una calma desconcertante en su edad.
Se preguntó por qué estaban allí.
Se preguntó igualmente si alguno de ellos se había cuestionado lo mismo sobre él.
¿Por qué viajaba él en ese tren?
Bueno, ni siquiera él lo sabía.
Había necesitado huir y aquel había sido el único refugio que le había prometido llevarle tan lejos como fuera posible, lo que necesitaba. La verdad es que ni siquiera recordaba el nombre de la ciudad a la que se dirigía y que tenía aquel extraño nombre norteño con una combinación tan extravagante de consonantes.
Qué más da.
Si precisamente lo que buscaba era algo desconocido donde no pudiera dar nada por hecho y donde nada fuera como antes. Pero tampoco podía huir del todo y eso aún no lo entendía.
El incesante quejido del motor fue sustituido por un grito agudo.
Después el silencio de la estación marcó claramente el contraste.
Le recibió una estación vacía (tanto como aquel vagón en el que había viajado), donde sólo había un único guardia, viejo y aquejado por los años que ni siquiera revisaba quién bajaba o subía en el tren.
A lo lejos se divisaban unos edificios imponentes, aquello era la ciudad.
Aquella era su nueva vida.

Cogió aire y se sumergió tras un breve camino en coche en un mar de edificios.
El aire de la ciudad apestaba a contaminación (al menos en la periferia donde lo único que se podían encontrar eran largos atascos), pero hasta ese olor resultaba agradable ahora. Arrastró su maleta a través del asfalto, adentrándose en calles completamente desconocidas y dejó que hirviera dentro de él la necesidad de comenzar a descubrirlas, el deseo de vivir pequeñas aventuras en su nuevo escenario.