9 de octubre de 2015

El relojero



El sonido monótono y constante del reloj llenaba el silencio de la pequeña habitación.
El despacho podría haberse llamado también habitáculo, teniendo en cuenta sus dimensiones limitadas y el estado de saturación permanente que reinaba en el interior, donde los objetos se amontonaban hasta perder su propia individualidad y pasar a ser sólo un conjunto de trastos inútiles. Pero nadie los ordenaba y mucho menos se molestaba en retirar aquellos que realmente carecían de funcionalidad. Tampoco acudía nadie a limpiar el polvo que creaba una capa uniforme sobre aquella extravagante colección.
La verdad es que no iba nadie al pequeño despacho, salvo él.
Él iba a diario y pasaba largas horas sin moverse de la butaca con la tapicería rota que resultaba ser el único asiento posible en tal caos. A veces ni siquiera hacía nada, llegaba por la mañana con un café ya frío servido en una taza vieja que probablemente acabara olvidando allí mismo, se sentaba con una delicadeza disimulada causada por el temor a que la vieja butaca cediera en algún momento y miraba al infinito, al escritorio en el que no había espacio para acometer su función inicial. Así pasaba el tiempo, con ese tic-tac constante del arcano reloj, que parecía ser el único objeto que aún no se había perdido, que aún conservaba su identidad.
Le apodaban "el relojero" porque en algún momento lo había sido y porque lo único que realmente era capaz de sacarle de su ensimismamiento constante era el sonido del reloj, el cual lo absorbía hacia un mundo, que lejos de ser real, seguía siendo mejor que sus divagaciones entre vacíos de conciencia.
Las agujas le devolvían la memoria, alterada, pero necesaria. Porque cuando el silencio era absoluto caía en un foso oscuro, una grieta que se había abierto años atrás en su conciencia y que le hacía perderse en una realidad atemporal donde las sombras lo invadían todo; pero entonces lo volvía a escuchar, al principio lejano, después más claro. Tic y una pequeña mota de luz aparecía. Tac y aparecía otra más. Tic y se multiplicaban. Tac y crecían. Tic, tac, tic, tac, tic, tac... hasta que la oscuridad desaparecía y volvía a estar sentado en la butaca de su despacho.
Pero hacía mucho que no escuchaba otras agujas que las del enorme reloj de madera, ya nadie le encargaba reparaciones, nadie le confiaba al "relojero loco" una tarea tan importante como la de devolverle la vida a un reloj que ya no sonaba.
Él era el único que sabía hacerlo con delicadeza, los otros no eran más que idiotas que pensaban que cambiar una tuerca era revivir un reloj. Él había traído el ritmo constante a relojes que se habían perdido en la oscuridad, había reparado lo irreparable, era el maestro de todos los relojes.
Porque era como ellos.
Aunque nadie le había devuelto nunca su ritmo, su tic-tac, habían dejado que se descordinara poco a poco hasta detenerse y después, lo habían abandonado.
Así que se limitaba a formar parte de su colección de objetos olvidados, de todo aquello que llegaba a sus manos y que había sido desechado por el resto de personas; los adoptaba sabiendo que él no era más que otro excéntrico objeto que nadie necesitaba ya. Y lo único que continuaba con vida era el reloj de madera, y lo único que le ataba al mundo era su sonido.
Hasta que también el reloj se parase algún día, y entonces no quedarían relojeros capaces de devolverle la vida.