18 de noviembre de 2015

Historias marchitas

A la ventana llegó la hoja seca que había arrastrado el viento por toda la ciudad, obligándola a bailar con volteretas circenses a la vez que describía impredecibles torbellinos, ensangrentada por la traición de la primavera, que la dio vida para después abandonarla a la intemperie de tiempos peores.
Neykea
En ella se escribían las mismas grietas que recorrían tu piel, dibujando los miedos que una vez me contaste a la tenue y pálida luz de una vela a punto de consumirse, tan esquiva como el brillo de tus ojos, en los que se leía el paso del tiempo.
Había aguantado la lluvia y el frío, oscilando en el límite de su propio final.
Como tú, como yo, como todos los planes que ideamos una vez y que acabaron por desvanecerse como ella también haría.
Tú ibas a pintar de nuevo el cielo entero, cuando lo único que pintaste fue mi propio otoño, al que decidiste darle una tonalidad más gris de lo habitual, porque siempre tenías que añadir algo más personal. Yo iba a transformar todas aquellas hojas en un libro, pero estaban secas y se deshacían con el roce de mis dedos. En eso también fuimos expertos.
La última pieza de ese otoño es esta hoja, rota y descolorida, consumida, pero bellamente frágil cuando la sostengo en mis manos, cuando miro la luz a través de ella, como si fuera un filtro; y cuando, después de leer mi nombre en su entramado, el viento me la arrebata y se la lleva para que no acabe de leer la historia escrita en ella, la misma que nosotros dejamos sin acabar.
Porque tú y yo sabíamos que en las hojas hay historias, pero que todas ellas son tristes, y por eso se marchitan.