27 de septiembre de 2016

La ciudad


La ciudad le resulta extraña. 
Lleva tanto tiempo huyendo que no se da cuenta, no quiere darse cuenta, pero ha olvidado cómo es pertenecer a un lugar.
Verónica camina, con un ritmo pausado, mientras el humo que escapa de su boca huye en espirales grises.
(Vía: tumblr)
Aún recuerda el calor de un verano distante en la memoria y cercano en el sentimiento, cuando confesó en voz alta y por primera vez, que no sería nunca lo que esperaban de ella. Aquel día aprendió que es mejor callar, que las verdades no son bien recibidas. Se entregó a una falsa aceptación, tras la que escondía un inconformismo tan silencioso como arraigado. Volvió a cobrar fuerza su voz cuando cumplió dieciocho, y aún más cuando fueron diecinueve y puso punto y aparte.
Se marchó un día frío de marzo en el que le temblaban los labios y las manos. Desde entonces no había pasado un día sin que sus pies dolieran de cansancio, de un no parar, de incertidumbre. Había viajado hasta descubrir lugares increíbles a los que hubiera querido llamar hogar y personas que llamar familia. Y, aunque había llegado a sentir que el nudo de su pecho se aflojaba, no llegó nunca a desaparecer. Aquel no era su hogar, ellos no eran su familia. Y antes o después, volvía a salir huyendo.
Verónica se hizo río y no se dejó detener, pero ahora, por fin, desembocaba. Su curso la había llevado a aquellas calles en las que ahora se perdía; sorprendiéndose del silencio que encontraba entre los más estridentes sonidos, de la soledad que a veces vislumbraba al detenerse en una calle abarrotada; del mosaico que dibujan las hojas caídas sobre los adoquines viejos. Por primera vez se sintió extrañamente acogida.
Comenzó a llover justo cuando entraba en el edificio.
El portal de mármol la recibió con un eco seco y frío, observó afuera, donde la fina lluvia se transformaba en el inicio de una tormenta. Las gotas chocaban contra el cristal y por unos momentos Verónica se quedó absorta, desde su refugio podía observar cómo la calle quedaba vacía y la ciudad se le hacía algo más cercana. El vaho de su aliento empañaba el cristal, después, sus finos dedos jugaban sobre él, trazando líneas confusas. Su cuerpo entero tiritaba a pesar del abrigo y el jersey que llevaba. Subió los escalones y alcanzó el recibidor donde se encontraban los buzones. Se sorprendió al ver que, años después, su nombre continuaba escrito allí.