(o tú abandonas al mundo)
Aquellas cuatro putas paredes.
Siempre.
Era lo único que limitaba su vida, las viejas paredes llenas de fotos y pósteres que en realidad odiaba.
La música alta, tanto que hasta dolía escucharla.
Toda su vida se reducía a un continuo encierro entre las paredes que eran a la vez su cárcel y su salvación.
Y nunca cambiaba.
No había ningún otro lugar en el que pudiera estar.
Y ni siquiera podía estar allí.
En su cuarto, el último lugar donde sus pensamientos guardaban sentido y su locura se contenía justo antes de explotar, el último lugar donde quedaba algo que aún no se hubiese echado a perder.
Había desperdiciado su vida tantas veces que le extrañaba que aún le quedara alguna oportunidad, había estropeado todos sus sueños, había tirado todas sus ilusiones.
Y ahora, ¿qué le quedaba aparte de las sombras que le atormentaban?
Nada.
Estaba inmerso en su propio fracaso y no sabía escapar de él, sino que desaparecía cada vez más, dejando de ser poco a poco, abandonándose a una tristeza continua casi asfixiante.
Había aprendido a ignorar el dolor, a convivir con sus penas y a no buscarles solución.
Había aprendido a decir que sí cuando era que no y a sonreír para evitar humedecerse los ojos.
Había aprendido a echar el pestillo en su cuarto y a soportar la soledad hasta que ésta se había convertido en la única que no le abandonaba nunca, en su más fiel compañera.
Y poco a poco esas cuatro paredes de su habitación se fueron cerrando más y más, hasta que desaparecieron y sólo quedó su coraza, de forma que cada vez su pequeño lugar en el mundo menguaba más, hasta que ni siquiera quedaba espacio para que respirase.
Pero tampoco le importaba.