10 de enero de 2014

La estación

El tren avanzaba con una rapidez asfixiante. Las ruedas, las cadenas, la locomotora, toda la maquinaria, rugía con un estruendo imperioso, profundo y metálico, teñido con el característico sonido de la velocidad. 
Observó por una vez en todo el viaje el otro lado de la ventanilla, el de dentro. 
No había reparado en la diversidad de viajeros que hacían el mismo recorrido que él. Unos asientos más adelante, una señora mayor con el pelo canoso y un jersey de lana hecho a saber cuántos años antes, se aferraba con debilitadas fuerzas a una única y pequeña maleta de tela oscura; cerca de la anciana había una pareja con un bebé en sus brazos que dormía (en ese momento recordó haber escuchado en alguna parte del viaje el molesto llanto de la criatura); dos asientos por delante del suyo había una chica joven que viajaba sin ninguna compañía y que mantenía una calma desconcertante en su edad.
Se preguntó por qué estaban allí.
Se preguntó igualmente si alguno de ellos se había cuestionado lo mismo sobre él.
¿Por qué viajaba él en ese tren?
Bueno, ni siquiera él lo sabía.
Había necesitado huir y aquel había sido el único refugio que le había prometido llevarle tan lejos como fuera posible, lo que necesitaba. La verdad es que ni siquiera recordaba el nombre de la ciudad a la que se dirigía y que tenía aquel extraño nombre norteño con una combinación tan extravagante de consonantes.
Qué más da.
Si precisamente lo que buscaba era algo desconocido donde no pudiera dar nada por hecho y donde nada fuera como antes. Pero tampoco podía huir del todo y eso aún no lo entendía.
El incesante quejido del motor fue sustituido por un grito agudo.
Después el silencio de la estación marcó claramente el contraste.
Le recibió una estación vacía (tanto como aquel vagón en el que había viajado), donde sólo había un único guardia, viejo y aquejado por los años que ni siquiera revisaba quién bajaba o subía en el tren.
A lo lejos se divisaban unos edificios imponentes, aquello era la ciudad.
Aquella era su nueva vida.

Cogió aire y se sumergió tras un breve camino en coche en un mar de edificios.
El aire de la ciudad apestaba a contaminación (al menos en la periferia donde lo único que se podían encontrar eran largos atascos), pero hasta ese olor resultaba agradable ahora. Arrastró su maleta a través del asfalto, adentrándose en calles completamente desconocidas y dejó que hirviera dentro de él la necesidad de comenzar a descubrirlas, el deseo de vivir pequeñas aventuras en su nuevo escenario.