29 de diciembre de 2015

Abrazar estrellas


He vivido cómo se rompían en pedazos todos los cristales de esta casa mientras la noche caía.
Y yo vivía en cada fragmento.
He vivido cómo la luz se desvanecía a mi alrededor.
Y yo era una sombra más.



La oscuridad lo rodeaba todo y el frío congelaba desde dentro cada pequeña chispa de ilusión que intentaba prender. Los fantasmas gritaban maldiciones desde un recóndito lugar de la memoria. 
Y cada paso hacía más largo el camino. Estaba paralizada en una celda de piel temblorosa, cumpliendo condena, con el miedo como único carcelero.
Pero aún quedaba una luz, tenue y cálida, cuyo reflejo titilante en mis pupilas llegaba a parecerse a la esperanza. Lejanas estrellas a años luz de distancia hacían ver la finitud de la noche.
Con los dedos y el alma entumecidos la espera se prolongó, el silencio reverberaba en mis oídos y apagaba mi voz, el peso de la oscuridad se cerraba sobre mí y la presión dificultaba cada respiración.
Aferrada a una estrella, a la única luz que quedaba, cerré los ojos al mundo y esperé que la noche acabara antes de que llegara a consumirse.

18 de noviembre de 2015

Historias marchitas

A la ventana llegó la hoja seca que había arrastrado el viento por toda la ciudad, obligándola a bailar con volteretas circenses a la vez que describía impredecibles torbellinos, ensangrentada por la traición de la primavera, que la dio vida para después abandonarla a la intemperie de tiempos peores.
Neykea
En ella se escribían las mismas grietas que recorrían tu piel, dibujando los miedos que una vez me contaste a la tenue y pálida luz de una vela a punto de consumirse, tan esquiva como el brillo de tus ojos, en los que se leía el paso del tiempo.
Había aguantado la lluvia y el frío, oscilando en el límite de su propio final.
Como tú, como yo, como todos los planes que ideamos una vez y que acabaron por desvanecerse como ella también haría.
Tú ibas a pintar de nuevo el cielo entero, cuando lo único que pintaste fue mi propio otoño, al que decidiste darle una tonalidad más gris de lo habitual, porque siempre tenías que añadir algo más personal. Yo iba a transformar todas aquellas hojas en un libro, pero estaban secas y se deshacían con el roce de mis dedos. En eso también fuimos expertos.
La última pieza de ese otoño es esta hoja, rota y descolorida, consumida, pero bellamente frágil cuando la sostengo en mis manos, cuando miro la luz a través de ella, como si fuera un filtro; y cuando, después de leer mi nombre en su entramado, el viento me la arrebata y se la lleva para que no acabe de leer la historia escrita en ella, la misma que nosotros dejamos sin acabar.
Porque tú y yo sabíamos que en las hojas hay historias, pero que todas ellas son tristes, y por eso se marchitan.

9 de octubre de 2015

El relojero



El sonido monótono y constante del reloj llenaba el silencio de la pequeña habitación.
El despacho podría haberse llamado también habitáculo, teniendo en cuenta sus dimensiones limitadas y el estado de saturación permanente que reinaba en el interior, donde los objetos se amontonaban hasta perder su propia individualidad y pasar a ser sólo un conjunto de trastos inútiles. Pero nadie los ordenaba y mucho menos se molestaba en retirar aquellos que realmente carecían de funcionalidad. Tampoco acudía nadie a limpiar el polvo que creaba una capa uniforme sobre aquella extravagante colección.
La verdad es que no iba nadie al pequeño despacho, salvo él.
Él iba a diario y pasaba largas horas sin moverse de la butaca con la tapicería rota que resultaba ser el único asiento posible en tal caos. A veces ni siquiera hacía nada, llegaba por la mañana con un café ya frío servido en una taza vieja que probablemente acabara olvidando allí mismo, se sentaba con una delicadeza disimulada causada por el temor a que la vieja butaca cediera en algún momento y miraba al infinito, al escritorio en el que no había espacio para acometer su función inicial. Así pasaba el tiempo, con ese tic-tac constante del arcano reloj, que parecía ser el único objeto que aún no se había perdido, que aún conservaba su identidad.
Le apodaban "el relojero" porque en algún momento lo había sido y porque lo único que realmente era capaz de sacarle de su ensimismamiento constante era el sonido del reloj, el cual lo absorbía hacia un mundo, que lejos de ser real, seguía siendo mejor que sus divagaciones entre vacíos de conciencia.
Las agujas le devolvían la memoria, alterada, pero necesaria. Porque cuando el silencio era absoluto caía en un foso oscuro, una grieta que se había abierto años atrás en su conciencia y que le hacía perderse en una realidad atemporal donde las sombras lo invadían todo; pero entonces lo volvía a escuchar, al principio lejano, después más claro. Tic y una pequeña mota de luz aparecía. Tac y aparecía otra más. Tic y se multiplicaban. Tac y crecían. Tic, tac, tic, tac, tic, tac... hasta que la oscuridad desaparecía y volvía a estar sentado en la butaca de su despacho.
Pero hacía mucho que no escuchaba otras agujas que las del enorme reloj de madera, ya nadie le encargaba reparaciones, nadie le confiaba al "relojero loco" una tarea tan importante como la de devolverle la vida a un reloj que ya no sonaba.
Él era el único que sabía hacerlo con delicadeza, los otros no eran más que idiotas que pensaban que cambiar una tuerca era revivir un reloj. Él había traído el ritmo constante a relojes que se habían perdido en la oscuridad, había reparado lo irreparable, era el maestro de todos los relojes.
Porque era como ellos.
Aunque nadie le había devuelto nunca su ritmo, su tic-tac, habían dejado que se descordinara poco a poco hasta detenerse y después, lo habían abandonado.
Así que se limitaba a formar parte de su colección de objetos olvidados, de todo aquello que llegaba a sus manos y que había sido desechado por el resto de personas; los adoptaba sabiendo que él no era más que otro excéntrico objeto que nadie necesitaba ya. Y lo único que continuaba con vida era el reloj de madera, y lo único que le ataba al mundo era su sonido.
Hasta que también el reloj se parase algún día, y entonces no quedarían relojeros capaces de devolverle la vida.

5 de mayo de 2015

El frío comenzó a colarse aquel diciembre por la grieta que abriste al salir.


El hielo se acumulaba en las paredes, formando una muralla blanca que terminó por taponar la única salida posible; la escarcha (y alguna que otra lágrima) se congelaban en el interior mientras una estalagmita crecía lentamente, como una daga helada que, tarde o temprano, acabaría apuñalando al único monstruo que se atrevía a habitar aquella caverna.Un monstruo que a pesar de no tener pelaje, uñas o dientes, resultaba igualmente temible, aunque a la vez era la criatura más vulnerable. Por eso, mi corazón, que quería huir de todos esos peligros, había decidido hibernar en el abrigo de mi pecho, donde esperaba a que el vendaval cesara, a que el frío huyera a otras tierras más lejanas y a que algo, en él, volviera a florecer.

12 de abril de 2015

Tormenta

(Unknown)


Oscuridad, aquí dentro siempre está a oscuras.
Huele a humedad y a madera.
El silencio de un mundo ensombrecido se echa sobre mí, me aplasta y me cuesta respirar.
Mis manos tiemblan, congeladas.
Y entonces, un retumbar:
Un trueno.
La tormenta ya está aquí, ya ha llegado.
Ha vuelto.
Me estremezco por completo a pesar de que lo estaba esperando, de que sabía que pasaría, otra vez. Pero eso no hace que sea menos doloroso.
Y, después del trueno, el relámpago.
Una grieta atraviesa la oscuridad y mi pecho con ella. Se abre en mí un abismo y el dolor se expande por él.
El abismo crece, más y más y acaba arrastrándome a su interior, me caigo dentro de mi propio lamento justo en el momento en que empieza la tormenta.
La lluvia cae de golpe, llueve como nunca y cala hasta el interior, filtrándose por esta herida abierta hasta encharcar todos mis miedos. Veo cómo las ilusiones se ahogan y se hunden en este mar que se forma poco a poco.
Una vez más, un estruendo que hace que me estremezca, que recuerde, que quiera olvidar.
Y el rayo que le sigue abre otro canal en mi piel, como un látigo, veloz, implacable.
El caos me desorienta, me rodea la confusión y empiezo a sentir que el mundo entero da vueltas, que el mundo entero se ha transformado en una extraña composición de sombras empapadas por la lluvia.
El siguiente trueno llega furioso y arremete en mi contra, la ira del relámpago se convierte en un golpe certero que soy incapaz de esquivar y, mientras, sigo mojándome, sin saber si quiera cómo defenderme, cómo ocultarme de la tormenta que se cierne sobre mí.
Cada vez se intensifica más el dolor, me encojo intentando empequeñecer, deseando desaparecer sin dejar rastro, mi mente sólo pide silencio de nuevo, quiere tener un descanso, mi cuerpo sólo tiembla y trata de resistir la fuerza de los impactos.
Todo se vuelve difuso, el mundo se ha vuelto loco por completo en esta maldita espiral huracanada.

O, quizá, sólo quizá, no ha sido el mundo.

El sonido de una puerta, una voz y entonces, se enciende la luz.
La tormenta ha quedado muy lejana, aunque aún se escucha en mis oídos.
Y un abrazo, un abrazo que me devuelve a la realidad, a la habitación en la que estoy, a las lágrimas recorriendo mi rostro, a la sangre deslizándose por mi pecho. Ya no hay truenos, ni lluvia ni rayos que me amenacen, sólo he quedado yo.
Y la calma regresa,
aunque volverá la tormenta.


15 de marzo de 2015

Volvía

Había pasado tanto tiempo...
Y ahora volvía una vez más, empezaba a pensar que nunca lograría marcharse del todo. Cada esquina, cada cartel, cada calle acompañaba a un recuerdo que le azotaba la memoria, que le acosaba los sentimientos que creía olvidados.
Pero no había sido suficiente con encerrarlos dentro de sí misma, bajo toneladas de sonrisas forzadas, de intentos de negar la verdad. Seguían allí, aún tenían vida.
Y ganaban fuerza en su interior.
Quizá no podía renegar de algo que formaba parte de sí misma.
Volvía a estar allí, en el mismo lugar, y aún creía ver su fantasma en el mismo lugar donde se despidieron, donde su voz desapareció para que no volviera a escucharla nunca más.
Había regresado al lugar donde todo acabó, solo que nunca llegó a terminar.
Porque hay heridas que no curan y recuerdos que son cicatrices.

5 de febrero de 2015

Todas las palabras perdidas.


Todas las palabras que nadie escuchó, todas las palabras que el viento arrastró como hojas otoñales, todas las palabras que fueron ignoradas, todas las que fueron mal entendidas, todas las palabras que el mundo despreció por decir demasiadas verdades juntas, todas las palabras recluidas en hojas garabateadas y arrugadas sin leer, todas las que el invierno congeló y el verano se olvidó de derretir, todas las palabras que quedaron flotando entre el humo del último cigarrillo, todas las palabras que se perdieron.

Todas las palabras que no te atreviste a decir en voz alta, todas las palabras que omitiste, todas las palabras que teñiste con mentiras por miedo, todas las palabras que están arraigadas en lo más hondo de tu ser, todas las palabras que te atormentaron, todas las palabras que soñaste, todas aquellas que prometiste decir pero nunca hiciste, todas las que fingiste no entender, todas las palabras que podrían haberlo cambiado todo, todas las palabras que borraste, todas las palabras que perdiste.


Todas las palabras perdidas que escriben lo que pudo pero nunca pasó.


Todas, desaparecieron, sin más, sin sinónimos ni puntos suspensivos, para no volver.