3 de septiembre de 2013

Sueños salados.



  Las olas de la playa competían unas con otras buscando la más bella, la más rizada, la más azul. Su única audiencia era una figura pequeña que las puntuaba una a una con notas siempre demasiado elevadas para que ninguna se decepcionara. Cada ola se llevaba por participar una pequeña concha que arrastraba mar adentro con orgullo, pero ninguna ganaba, todas tenían igual fuerza, todas eran el mismo mar.

La niña se levantó cansada del espectáculo del oleaje y caminó por la orilla de la playa, el mar siempre le contaba cuentos, pero ella sabía que no eran reales, que se los inventaban las olas para que ella se quedara y las escuchase, esta vez decidió ignorarlas aunque sabía que eso las molestaría.
Estaba aburrida de hacer siempre lo mismo: jugar con las olas, escucharlas, acariciar la arena; quería descubrir y nunca había llegado al final de la playa, allí donde se alzaba un faro sobre un castillo de rocas, allí donde las gaviotas iban y contaban sus aventuras.
Según caminaba iba dejando un rastro de huellas que acababan desapareciendo entre la arena, saltaba, giraba e incluso a veces bailaba, siempre sin cambiar de rumbo: hacia el final de la inmensa playa.
Y, aunque la línea del horizonte siempre quedaba lejos y la playa le parecía más grande incluso que el mar, siguió caminando, con esa extraña terquedad de quien cree haber descubierto dónde se esconde un secreto que nadie le ha querido contar.
Cuando llegó empezó a trepar por las rocas, siempre preguntándose qué había más allá; y las gaviotas le decían que no subiera, que la playa era su hogar, que no debía salir de ella y mucho menos sin permiso, que después la castigarían, pero no las escuchó, porque nunca hacía caso de los consejos que le decían que no hiciera algo; al fin y al cabo era pequeña y aún gozaba de esa despreocupación por el mundo.
   Y, llegó a lo más alto de las rocas, después de resbalar y arañarse las piernas, pero eran heridas pequeñas y no dolían lo suficiente como para hacer que se rindiera, así que escaló la última roca y se puso en pie con dificultad, tratando de mantener el equilibrio.
Todo el mar se extendía ante ella, veía el faro de cerca, desde lejos no parecía tan grande.
Entonces, miró abajo.
Al principio no comprendió.
Pero, después,
entendió las advertencias de las gaviotas.
Lo entendió todo.

Aquélla fue la primera vez en la que se arrepintió de algo, pues, donde las olas chocaban con las rocas, descubrió que estaban los restos de todos los sueños que habían muerto ahogados y que la marea había ido arrastrando con el tiempo.
Era una imagen grotesca, tétrica e, incluso algo macabra, las ideas más bellas que se podía imaginar estaban allí transformadas en pequeños fantasmas monstruosos.
Desgarrados, rotos y oxidados, como viejos juguetes que dejan de ser divertidos; juzgados, menospreciados y, después, abandonados. Como si nada. Sin penas, ni remordimientos, como si no tuvieran un pasado o no pudieran tener un futuro.
Como trozos de un mueble antiguo.
Como fotografías rotas.
Como cortinas polvorientas.
Como si fueran polvo.

Y ella, tan pequeña e inexperta no logró comprender por qué, ¿Cómo alguien había tirado sus sueños de aquella forma?

Porque, aunque algunos se hubieran perdido, la gran mayoría habían sido desperdiciados.
Aquella visión le pareció lo más triste imaginable, así que cayó de rodillas sobre la roca y lloró sabiendo que no sólo eran sueños rotos:
también eran infancias.

2 comentarios:

  1. Gracias por seguirme en Twitter, me encanta como escribes *-*
    Te sigo, besos!

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    1. Es que me han gustado bastante tu cuenta y tu blog, muchas gracias :)

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