17 de agosto de 2013



Dejó la bici a un lado, apoyada contra un árbol al borde del camino y se alejó lentamente.
Al fin estaba lejos...
Lejos... ¿de qué?
Había salido huyendo, ni siquiera había pensado qué hacía cuando se subió a la bici y empezó a pedalear, pero no habría podido seguir allí por más tiempo.
Entonces volvieron a resonar todas aquellas palabras en su cabeza, como ecos metálicos que le atormentaban una y otra vez, siempre volviendo, repitiéndose.
Ella había dicho muchas cosas, él más, todas igual de horribles, todas igual de precipitadas.
Pero aún así sabía que lo que le había dicho era cierto.

¿Tanto miedo tenía de seguir adelante?
Había pasado toda su vida allí, en aquella casa, en aquellos caminos, soñaba con ver cosas distintas, claro, pero a la hora de la verdad había demasiadas cosas que no quería dejar atrás y eso le pesaba.
Por eso le había dolido que ella le echara en cara tanto, ella, precisamente ella.
Y en vez de poner en orden sus pensamientos, había preferido salir corriendo.

Se sentó en la hierba seca por el calor del verano, ahora se preguntaba si había estado bien marcharse sin más en mitad de la discusión, posiblemente no, pero ya daba igual.
Se tumbó y cerró los ojos.
Trató de calmarse, respiró hondo.
Cerró los ojos más fuerte aún, le había dolido el tono de su voz, frío, realista; le había dolido que no había tenido forma de responder, de defenderse; le había dolido que en el fondo él ya sabía todo aquello. Pero al menos el dolor le recordaba que no había acabado todo y que aún le quedaba una oportunidad.
Ella tenía razón, había sido un cobarde, era hora de demostrarle que podía cambiar.

Dejó la bici a un lado, apoyada contra un árbol al borde del camino y se alejó lentamente, se tumbó en mitad de la hierba, en mitad de ningún sitio, sin saber a dónde ir o qué hacer, pero con una sensación de libertad nueva para él.

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